La gran pantalla en el cuadrito
Mi interés por el cine ha afectado muchísimo a mi manera de hacer cómics. El deber de alguien que trabaja en un medio artístico es observar los otros medios y traerse algo de ellos consigo. - Frank Miller (en David Hernando: En Primera Persona: Frank Miller, Dolmen, 2005, p. 10)
El cine es intrínseco a Frank Miller. Lo demuestran sus soluciones gráficas –encuadres, ángulos, iluminación, montaje–, también su trayectoria como productor ejecutivo, guionista y director: RoboCop 2 (1990), Sin City (2005), The Spirit (2008), 300 (2006), Cursed (2020), entre otras producciones. Sin olvidar su faceta actoral, que incluye cameos y un rol mayor en Jugular Wine: A Vampyre Odissey (1994), junto a ¡Stan Lee!
Durante su incursión memorable en las páginas del comic book Daredevil, entre 1979-1983, Miller tomó vuelo como autor. Muchos de los aspectos cinéticos y de composición provistos por el cine comenzaron allí a formalizarse, de manera visual y eminentemente narrativa. De modo gradual, el artista nacido en 1957 en Olney (Maryland, EE.UU.) perfilaba una obra maestra, que sería el sostén de todo lo que vendría después.
Pero antes que indagar en tales cuestiones, aquí se privilegiará un elemento tal vez tangencial y sin embargo inherente al cine, que Miller incluyó en Daredevil: la sala. Devoto del cine, Miller lo ha vivido y aprendido a partir de su vínculo con las salas cinematográficas. No estará de más recordar que las películas eran pensadas –hoy esto es más o menos así– en función de las dimensiones de la pantalla grande y su auditorio. Miller fue parte de ese contexto, un seguro habitué de las salas oscuras, cuyas singularidades quedaban adheridas a las películas.
Desde esta premisa, pueden apreciarse dos números notables en el derrotero que un joven Frank Miller practicara en Daredevil, números que son bisagra y despegue en su trayectoria: Daredevil #169 (“Devils”, marzo 1980) y Daredevil #179 (“Spiked!”, febrero 1981). El primero es su segundo episodio como autor integral, tras la partida del guionista Roger McKenzie. A partir de allí, el héroe ciego de Marvel conocerá un derrotero distintivo y (re)fundante. Algo que sólo algunas veces sucede y con ciertos artistas. En otras palabras, Daredevil no será el mismo luego de Miller. Y Miller no será el mismo tras su paso por esta serie. A partir de allí, una obra vasta y dilemática inicia, con las páginas de Daredevil como su base y sostén.
En los dos números elegidos la sala de cine tiene una participación preferencial; en ellas suceden momentos de importancia, a partir de una utilización estética acorde al tono del relato: en las salas de cine, personas y personajes se esconden, traman, pelean y dialogan. Es un lugar atractivo para los amores prohibidos. La sala cinematográfica responde a un aspecto visual inmanente al género negro –la série noir– donde el Daredevil de Miller se inscribe. En las salas de cine las sospechas anidan en silencio, amparadas por la oscuridad, en la relación inconfesable de cada espectador con la película.
En una de sus célebres pinturas –New York Movie, de 1939–, Edward Hopper logró la captura taciturna de la sala, dividida entre la película, algún espectador, y la soledad de la mujer recluida en el pasillo contiguo. Miradas desencontradas, el blanco y negro de la pantalla, el color triste de ella. ¿Es una espectadora? ¿Una prostituta? ¿Espera a alguien? ¿Escapa? Detrás suyo se adivina la escalera que lleva al palco superior, otro sector secreto. Un desencanto general crispa aún más sobre la identidad de la película que se proyecta y no se distingue. Hopper es una de las influencias decisivas del cine negro.

Puestos en el género, vale citar una película: Encrucijada de odios (Crossfire, 1947, Edward Dmytryk), en donde el sospechoso de un crimen se esconde en un cine. Los protagonistas son soldados desmovilizados (la guerra terminó en 1945, el cine de esos años está lleno de angustia), y uno de ellos (Robert Mitchum) persigue al culpable verdadero. Crossfire, hay que agregar, es una de las películas clave acerca del antisemitismo y la homofobia.
La sala cinematográfica, permeable al encuentro fortuito, al escondite sagaz y el crimen disimulado, ejerció también su influencia en Frank Miller.
Los demonios de Bullseye
“Times Square is dotted with small, shoebox-shaped movie theaters. In one of them…” (“Times Square está salpicado de cines pequeños, con forma de caja de zapatos. En uno de ellos…”) - Daredevil #169 (marzo 1980)
En “Devils” (Daredevil #169) gran parte de la acción sucede dentro de un cine. Uno de estos cines con forma de “caja de zapatos”. Un antro en donde ver viejas películas. Allí recala Bullseye, prófugo, luego de deambular loco por una ciudad infestada de “Daredevils”. Alucinado, cree que todos lo son, así que por las dudas le rompe la crisma a quien se le cruce. El cine aparece como un escondite donde encontrar un poco de tranquilidad. Pero su delirio y dolor le hacen hablar en voz alta. Le piden silencio y él responde a las patadas.
Mientras el villano hace lo suyo, Miller dibuja en los mismos cuadritos a dos amigos cinéfilos que hablan alborozados sobre la película que se exhibe. Bullseye se agarra a las trompadas con media sala pero ellos siguen en lo suyo, imperturbables. El film en cuestión es El halcón maltés (1941, John Huston), y Miller incluye fotogramas de la película en su pantalla dibujada: el primero de ellos destaca parte del cast, que bien podría oficiar como una prueba cinéfila para el lector (antes de develarse la identidad de la película). Más adelante, la riña tendrá por protagonista al verdadero Daredevil, que Bullseye tomará como a un diablo más, ya incapaz de distinguir lo que le rodea. Lo interesante está en ver cómo la sombra de Daredevil se proyecta sobre la gran pantalla y tapa el beso entre Sam Spade y Brigid O'Shaughnessy (Humphrey Bogart y Mary Astor) en la película de Huston.

A continuación, Bullseye toma por rehén a la dupla cinéfila, bate a un desprevenido Daredevil, y se da a la fuga. La sala queda hecha un estropicio, pero parece que esto no es algo que llame demasiado la atención de los asistentes: son los años ’80, la violencia es parte del escenario habitual en las calles de New York, y el clima malsano de Taxi Driver (1976, Martin Scorsese) transita también por las calles que merodea el Daredevil de Miller, oriundo del peligroso barrio de Hell’s Kitchen.
Bullseye se esconde ahora en el mismo apartamento de sus rehenes, entre paredes descascaradas de las que cuelgan retratos de estrellas del cine, que el villano reconoce: Humphrey Bogart, James Cagney, protagonistas de aquellas películas que veía cuando “era un pequeño”, antes de aprender que “sólo en el cine gana el que se comporta como un buen chico”. Acto seguido, lanza un cuchillo sobre el rostro de Bogart.
Hay que recordar que es éste el número en cuyo desenlace Daredevil se debate consigo mismo, entre dejar morir a Bullseye o salvarle la vida. El final es amargo, apela a principios y problemas ligados a la ley y la moral. En esa línea difusa, entre ser un enmascarado nocturno (Daredevil) y un abogado (Matt Murdock), se sitúa la historieta. A partir de aquí quedará definida la caracterización de Bullseye como la némesis del héroe.
Y hay que prestar atención al beso de cine referido, entre el private eye Spade y su clienta/enamorada/criminal Brigid O'Shaughnessy. El desenlace de El halcón maltés guarda una ligazón especial con esta historieta, que va más allá del guiño cinéfilo. Alude a la decisión ética del investigador, quien debe dirimir el asunto entre sus principios y la atracción hacia ella: encarcelarla o encubrirla. Una situación similar, en su planteo ético, a la que habrá de resolver Daredevil ante la vida o muerte de Bullseye. Y nada casual, éste es el segundo número donde aparece Elektra, el amor imposible de Daredevil. Así las cosas, el beso doloroso entre Spade y Brigid anuncia su eco melodramático en la relación entre el diablo y la mercenaria.

Como corolario, la elección de El halcón maltés permite inferir tres instancias. La primera, obvia, es la misma película, santo y seña del cine negro. La segunda es la novela en la que está basada, escrita por Dashiell Hammett, padre de la literatura negra. De esta manera, Miller exhibe una vertiente doble –literaria y fílmica– de la que se considera hijo dilecto. Al hacerlo, continúa el sendero ya trazado por otros maestros de la historieta ligados al noir (tercera instancia), como Chester Gould con Dick Tracy y Will Eisner con The Spirit. El Daredevil de Miller está a la altura de esas dos obras maestras.
Por último, un detalle ripioso. Los amigos cinéfilos que Miller dibuja, absorbidos en los datos y la admiración por El halcón maltés, parecen una relectura de los mismos fans de los cómics, freaks absortos en mundos de papel de cuatricromía. En su retrato prevalece –sin ser asumida– una alusión homosexual. Algo que Miller mira, todo hay que decirlo, de un modo ciertamente ladino.
Una mercenaria que quita el aliento
La fase final del equipo que conformamos con Frank comenzó con Daredevil #179. Sabía que ese libro era el mejor trabajo que habíamos hecho hasta la fecha. Frank y yo finalmente habíamos encontrado nuestra voz artística. Éramos dos personas trabajando como una sola. Agarramos la oportunidad y corrimos como el infierno, sin mirar atrás ni una sola vez. Entonces quedé impresionado. Ahora estoy asombrado. - Klaus Janson (Daredevil Vol.2. “Introduction”, Marvel, 2019)
Abrir con una cita de Klaus Janson equivale, como corresponde, a distinguirle como uno de los grandes componentes de la poética milleriana. Así como a Joe Sinnott respecto de Jack Kirby, otro grande. Y eso sin olvidar al dibujante notable que por derecho propio es. Daredevil #179 (“Spiked!”) es puro relato. Aquí hay una consumación definitiva entre personaje y creador(es). Los recursos expresivos son precisos. Y diferentes de lo que por entonces se leía en un comic-book.
El periodista Ben Urich habla por teléfono con su esposa en una cabina pública, luego ingresa a un cine. Allí se encuentra con un informante. Antes que éste susurre su historia, una cuchilla le atraviesa la espalda por el respaldo de la butaca. La mirada de Urich se congela. Por el arma utilizada, sabemos que es Elektra. Su voz le advierte: si no se queda quieto, Urich será el siguiente. (Y aquí, atención, porque la advertencia de Elektra preanuncia el desenlace del cómic).
La acción se desglosa en ángulos diferentes, como si una totalidad invisible –la negrura de la sala de cine– abordara por igual a Urich. Mientras, el color de la pantalla bulle en explosiones tal vez espaciales (el cómic es de 1981, durante el apogeo de Star Wars). La última viñeta de esta primera secuencia cierra con dos cartuchos de texto, que descubren la voz de Urich en primera persona. De esta manera, lo visto y leído se revela como parte de su reconstrucción de los hechos, como algo ya sucedido. De allí en más, todo será narrado en presente desde el fuero interno del personaje. Una voz en primera persona que es recurso habitual del noir, aquí en la piel de un periodista que cumple funciones de investigador.
A diferencia de lo que sucedía en “Devils”, la presencia de la sala ya no cumple un rito cinéfilo, deja de ser la vieja “caja de zapatos” que programa películas de décadas atrás. Ahora es una sala colmada que proyecta algún título de estreno. (Igualmente, Urich se queja porque no le dejan fumar, como si fuese un “antro” de falso prestigio). No importa saber cuál es la película en cuestión –como sí sucedía en “Devils” –, apenas se la atisba. Como en el cuadro de Hopper y en la película de Dmytryk, la sala de cine se abstrae de sí misma y pasa a ser percibida como un ámbito extraño. Por su parte, Miller resuelve la acción por contraste: el espectáculo que la sala ofrece troca en muerte. Así, del plano general se pasa al más cercano e íntimo. El dibujante concluye la acción con un primer plano donde el rostro del cadáver descansa sobre el hombro de Urich, más atrás se ve a una pareja enamorada en idéntica posición.

“Spiked!” es el gran número de Daredevil. Tiene una contundencia glacial, por dar cuenta de hacia dónde quería llegar Miller con la serie tras un año de andadura. Tanto es así, que se permite desplazar el punto de vista y mirar/narrar a través de un periodista que –como harán más adelante Kurt Busiek y Alex Ross en Marvels– dará un aire nuevo a los mismos hechos. De este modo, mientras Urich investiga se topa con matones, Kingpin, una pordiosera (de relación íntima con este jefe criminal), y también con Elektra y Daredevil trabados en una de sus peleas.
La resolución del episodio es muda/silente –así como aquella mirada quieta y aterrada de Urich en el cine–, con el periodista tal vez muerto. La sucesión entre los cuadritos, con Ben Urich pintado de sombras y amarillo sobre un fondo rojo offset, es cercana a la maestría del dibujante Bernard Krigstein en su famosa Master Race (1955): el sai de Elektra atraviesa el cuerpo del periodista en dirección horizontal, de igual modo “cortan” las viñetas –también horizontales– en sus transiciones.
Fundido a negro.
Una de esas historietas que siempre vale volver a leer.

Miller, el insoslayable
Hay que decir que a Frank Miller lo admiramos y peleamos por igual. Pero también que a los hechos y a las obras se los asumen. Como autor y como lector. Como sea, Frank Miller es insoslayable. También es cierto que aquel talento tal vez se desdibujó o aplanó. Su apoyo bélico al gobierno de George Bush (h), la apología de la tortura en Holy Terror (2011), el desprecio por el movimiento Occupy Wall Street. Son varias cuestiones poco digeribles. Ahora, enfrascado en secuelas de un Dark Knight desvencijado, que ya conoce una tercera parte y sigue en insólita carrera, pareciera la sombra del artista que alguna vez fue; las más de las veces en historietas que apelan a un asistencialismo gráfico devoto –Miller hoy dibuja poco–, dada la gran cantidad de dibujantes que quieren aunque más no sea una página con él. Nada que reprochar. Es lo que surge de las lecturas de sus trabajos recientes.
Como corolario a su genio y cierta desdicha, comparto las palabras de Santiago García en Elektra Asesina (Panini, 2012, p. 265), aquella historieta explosiva que realizara con Bill Sienkiewicz:
“Sus detractores siempre habían acusado a Miller de coquetear con el pensamiento más conservador a lo largo de toda su carrera, pero es dudoso que muchas de sus obras maestras del pasado se puedan interpretar de forma unívoca. Miller siempre dejaba un resquicio para la ambigüedad, para la duda incómoda, y eso era en gran medida lo que medía su grandeza”.
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