Hay películas que están por delante de lo que se hará. Y si no, vean El Topo (1970). Cuando se intenta conceptualizar lo que se entiende como “cine de culto”, éste es uno de los buenos ejemplos. Surgida de la imaginación “pánica” de Alejandro Jodorowsky (Tocopilla, Chile, 1929), El Topo, apenas su segundo largometraje, es la consagración cinematográfica de su autor, punta de lanza de una carrera fílmica errática (nueve largometrajes a la fecha).
Sin embargo, Jodorowsky es citado excepcionalmente por el panorama cinéfilo. Será por su pluralidad expresiva, que parece demasiada: cineasta, dramaturgo, tarotista, escritor de cómics, psicomago, actor, literato. Su itinerario es tan vasto que no hay palabras capaces de contenerle. Entre sus películas más o menos recientes, la que tuvo entre nosotros (poquísima, hay que decir) resonancia de cartel fue La danza de la realidad (2013, estrenada en 2015); una confesión exaltada, sublime, de su historia de vida, vuelta relato encantado, con poderes curativos y estrafalarios, que continuó en Poesía sin fin (2016).
Pero de vuelta con El Topo.
Jodorowsky, asentado en México, venía de una primera experiencia con la película Fando y Lis (1968), a partir de la obra teatral de su amigo Fernando Arrabal. Los dos, junto con Topor, habían fundado en París el Movimiento Pánico, a partir de sus relaciones y desavenencias con el surrealismo. El Pánico vino a trastocar el asunto, invirtiendo la surrealidad: ya no permitir que el afuera se adentrara en uno, decía Jodorowsky, sino dejar que sea desde uno mismo como el afuera se extrañara. El Pánico conjugaba humor y terror, en obras teatrales y manifestaciones efímeras. Como testimonio vivo sobrevive el metraje de título Melodrama sacramental (1965), donde Jodorowsky pega víboras vivas sobre su pecho desnudo. Con Fando y Lis, el cineasta se ganó la antipatía mexicana, fue perseguido y amenazado de muerte. Quien se la tenía jurada era, ni más ni menos, que el “Indio” Fernández. Para su siguiente trabajo estaba claro que no tenía las de ganar. O sí.
Tras un paréntesis en París –mayo francés mediante–, Jodorowsky vuelve a México y a pesar de la distribución prohibida de Fando y Lis, encara otro proyecto: El Topo. Señala el investigador Diego Moldes: “El mejor conocimiento del paisaje mexicano, con sus profundos contrastes, unido a su interés por la meditación zen, el chamanismo, la cultura indígena y la experimentación con las drogas (…) le llevan a integrar todos sus intereses en un guión (…) en el que también tienen cabida sus propias neurosis y su biografía personal y familiar” (Alejandro Jodorowsky, Cátedra, 2012, p.195).
Fiel a la adopción de las expresiones populares, de acervo masivo, Jodoroswky circunscribe la puesta en escena de El Topo a parámetros similares al ‘spaghetti western’, en boga por entonces: el Topo (el propio Jodorowsky) deambula a caballo por el desierto, de negro, con su hijo pequeño y desnudo. Le dice: “Hoy cumples 7 años, ya eres un hombre. Entierra tu primer juguete y el retrato de tu madre”. Luego abandona al niño para perseguir la sabiduría de los cuatro Maestros del Revólver, a los que progresivamente enfrenta. El vestuario negro del Topo va quedando relegado, con el personaje finalmente envuelto en una oscuridad de caverna platónica. Con la cabeza rasurada, el Topo convive con otros seres, deformes y maltrechos, deudores de una genealogía que rememora a Freaks (1932), la película maldita de Tod Browning.
Salir de la caverna podría significar la libertad dolorosa, porque la luz quema y mata. Por eso, una vez alcanzada la iluminación, la muerte sobreviene. Pero hay algo más profundo, y es lo que hace que el Topo se vuelva inmune al impacto de las balas. Sólo quedará a este ángel renacido, que ejecuta muertes en plan de venganza mística, encenderse a sí mismo y consumirse en su propia llama. Su presencia etérea ya no necesita de un cuerpo.
“Tienen que quedarse a ver lo que sigue, es extraordinario”, dijeron a su público John Lennon y Yoko Ono en la trasnoche de The Elgin, la sala de New York donde la pareja proyectaba cortometrajes. Allí había logrado recalar El Topo. El ardid de Lennon y Ono funcionó, la gente acompañó la función y permitió que los horarios de trasnoche de viernes y sábados de El Topo perduraran unos siete meses. Corría el año 1970 y con El Topo nacían las midnight movies, un fenómeno que se alimentaría de allí en más con títulos cumbre como Pink Flamingos (1972, John Waters) y The Rocky Horror Picture Show (1975, Jim Sharman).
El éxito del film propició un intento de secuela. El guión tuvo idas y vueltas que no encontraban asidero. Dice Jodorowsky: “Se opusieron todos los estudios de Hollywood, que me consideraban un extraterrestre. Algunos productores, verdaderos aficionados, intentaron ayudarme, pero, dado que el cine es la más cara de todas las artes, ninguno consiguió reunir la suma necesaria” (Los Hijos del Topo, Reservoir Books, 2016: p.2). Esa misma década le vería estrenar otro largometraje –La montaña sagrada (1973)– y fracasar en el intento de la película más imposible de todas: Dune, sobre la novela de Frank Herbert.
Así como la historieta El Incal fue posible a partir del trabajo con Moebius en el storyboard de Dune, Los Hijos del Topo tiene una génesis similar. Del cine al cómic o como sea, Jodorowsky no establece límites, éstos nunca lo frenan. Más de cuatro décadas después, la continuación encontró páginas y lápices en el arte del mexicano José Ladrönn, quien ya había colaborado con Jodo en Final Incal. Y según nos dice el propio escritor, éste es el guión vuelto historieta, el que no pudo llegar a filmar, publicado finalmente en 2016 por Glénat (con edición española de Reservoir Books).
¿Cuántos y quiénes son los hijos del Topo? El primero de ellos es el que da título al primero de los libros: Caín. Aquel que fuera abandonado de niño. “Al crecer, Caín buscó al Topo… lo encontró… quiso matarlo, pero como su padre ya era un santo no pudo hacerlo”. “A ti no te puedo matar, pero puedo matar a tu hijo”, le dice al padre. Con este prólogo, Los Hijos del Topo rememora el film seminal e inicia su andadura. Caín, el maldito, carga con la invisibilidad y viste de negro como lo hacía su padre. Nadie quiere o puede verle. En tanto, fieles de todo culto y religión van a saludar la tumba del santo en su aniversario. Alrededor de ella, menhires de oro le custodian. Codicia y veneración se mezclan entre mantras y aduladores.
El marcado Caín va tras los pasos de Abel. Abel va al encuentro de Caín. De uno y otro lado, los mandatos paterno y materno parecen jugar un designio secreto. Una invitación a la introspección violenta, en donde lo terrible convive con la sensibilidad más pura para que puedan, ambas, liberarse. Abel y Caín como dos caras recíprocas, que se repelen porque se quieren. El negro y el blanco como una combustión inevitable. Más el designio de quien ya ha vivido lo que a sus hijos toca ahora sobrevivir.
Como una prueba condenada a reiterarse sin ánimos de trampa, como si se tratase de un sueño que se sueña, Los Hijos del Topo logra dar continuidad a ese mundo de retazos simbólicos y cinematográficos, de décadas pasadas que parecen futuras, con la impronta de alguien –el escritor, el titiritero, el tarotista, el querido Jodo– que sabe cómo confundir la noche con el día. El dibujo de Ladrönn acompaña desde una elegancia clásica, de claridad figurativa y acción de plano cinematográfico. Las páginas parecen simular –algo destacado por el propio guionista– tres pantallas cinemascope, para que el dibujante sepa dónde acentuar el momento terrorífico –como la mirada que se atreve a desafiar a Caín– y cómo inducir un estado de trance en personajes y lectores. El resultado: un letargo que duele.
Hasta el momento, los libros son dos. El segundo, dedicado a Abel (editado por Glénat en 2019, hay edición de Boom!), logra la simetría con el anterior. Pero el mundo de Jodorowsky no es el de los planteos fáciles o maniqueos, antes bien, la pureza de Abel necesita del costado más oscuro de Caín, y éste de la bondad de aquél. Como en la tragedia griega, Caín procura resistir su promesa de muerte y evitar el asesinato del hermano. Hasta ahora –faltan más libros por venir, ¿cuántos?– lo ha logrado, pero si algo nos enseña la tragedia es que el accionar elegido es el que nos dirige irremediablemente a lo predicho.
En este segundo volumen, Caín y Abel portarán el cadáver perfumado de la madre, a la que siguen mariposas, en una peregrinación que les hará transitar un desierto habitado por fanáticos religiosos y guerrilleros. Los primeros son monjas travestis, los segundos siguen a un líder de hábitos perrunos con alitas de ángel. Además, hay una dominatrix de curvas enormes y sexo de látigo, y una virgen resignada a los golpes masculinos. ¿Quién quiere a quién? El deseo es inmanejable, es secreto. Humillaciones y canibalismo, rezos y cielos limpios. De a poquito, lo blanco se tizna de negro y viceversa.
El Topo es una de las tantas encarnaciones de Alejandro Jodorowsky. Su renacimiento es celebrable, hermoso, aterrador. Pulsiones bajas con alegrías plenas, un tándem que conoce su galería de nombres ilustres, cercanos al tacto del psicomago: Luis Buñuel, Moebius, Federico Fellini, David Lynch, Tod Browning, Roman Polanski. Topor y Arrabal, claro que también. Pero Jodo es sólo él. El Topo es él.
Una primera versión de este texto se publicó en Rosario/12 (18/03/2017)